Lo que impresiona a Dios...
“4 Y ellos vinieron a Jesús y le rogaron con solicitud, diciéndole: Es digno de que le concedas esto; 5 porque ama a nuestra nación, y nos edificó una sinagoga.” Lucas 7:4-5
Los judíos decían que aquel hombre era bueno, digno, porque les había dado dinero; pero no fue su filantropía lo que le dio acceso a la gracia de Dios, sino su fe. Más aún, aunque es poderosa la humildad, no fue la humildad de este hombre lo que Cristo celebró. No es tu humildad, o la falsa humildad que algunos tienen, lo que impresiona a Jesús. Este hombre fue humilde al decir que no era digno de que Jesús entrara a su casa (Mateo 8:8); pero Jesús no se impresionó con eso. Es más, podríamos inclusive decir que la fe de este hombre es un tanto arrogante, porque está basada en su posición: Envía la palabra, porque si yo digo que alguien haga algo, lo hace; tengo soldados bajo mi autoridad; yo no soy cualquiera; yo mando, y si pido que vayan, van; si le digo a mi siervo que haga algo, lo hace. Esa no es una fe tan humilde bajo el estándar del mundo. Jesús no celebra la humildad de este hombre. Los religiosos la habrían celebrado. La gente tiene mal concepto de lo que es humildad. La gente piensa que lo que impresiona a Dios es tu humildad –y la humildad genuina es otra cosa – pero, en esta ocasión, Jesús no fue impresionado por la humildad. Algunos presentan una falsa humildad, pensando que con eso pueden tener el milagro que solo pueden tener por fe; y de vez en cuando nuestra fe contrasta con los conceptos de humildad que el mundo tiene. Jesús no aplaudió la humildad de este hombre; él celebró la fe. La fe te lleva a acceder lo que aún se supone que tú no tengas derecho.
El problema por el cual los milagros cesan entre la gente que lleva más tiempo en el Señor es que, aunque lo nieguen, dependen más de todo lo que han alcanzado naturalmente en su vida cristiana, que de la fe que un día les hizo cristianos. Oran a Dios, diciendo: Mira todo lo que he hecho, tanto que te he servido, tanto que llevo aquí, todo lo que he diezmado y ofrendado, me he mantenido puro, me he cuidado, me he guardado; yo no debería estar pasando por esto, ¿podrás hacer algo por mí? Pero eso no es; es si crees. Pídele a Dios la fe de un niño, dile que quieres creer por encima de todo. Y cuando la mente te diga “esto es lo que tienes que hacer”, recuerda que es tu fe. Créele a Dios. Tú no tienes que verte digno delante de los hombres; es tu fe la que te hace digno de un milagro. No es tu carácter, no es tu filantropía lo que te hace digno de un milagro; es tu fe. Es tu fe la que te da acceso a la gracia de Dios. Cuando tú entiendes eso, tu vida cambia para siempre. Tanto la mujer sirofenicia como el centurión romano, tenían todo en su contra; no tenían derecho, pero su fe los hizo grandes.
Siempre que vemos la historia del centurión, hablamos de una fe que tiene autoridad, y eso está bien. Él era un soldado romano, y tenía autoridad; y hablamos de esa fe que manda, que ordena, que habla con autoridad. Pero más que una fe de autoridad, aquella era una fe de confianza en la palabra de Dios. Él dijo al Señor: Di la palabra porque cuando yo digo que se haga algo, yo confío que se va a hacer. Hay empleados que tú les das una orden y ellos hacen lo que tienen que hacer; otros, tienes que ponerles un supervisor que se asegure de que lo hagan. Así que tú puedes ser el dueño y no confiar que lo que tú dices se va a hacer, porque tú sabes que hay gente que aunque tú les digas lo que tienen que hacer, tú no confías en que lo van a hacer; y el problema no es tu autoridad, sino la gente en la que tú no puedes confiar. Hay quien piensa que la culpa siempre es del líder, pero hay gente que no importa lo que tú hagas no te van a obedecer. Le echamos la culpa al líder pero el que no obedece es porque no quiere. Y este hombre estaba diciendo que él confía en que cuando él dice que se haga algo, se va a hacer, queriendo decir que él confiaba además en que, si Jesús lo decía, se iba a hacer. Esa es la fe grande, la que confía en lo que dice la palabra de Dios. La que dice: Señor, si tú lo dices, yo confío que se va a hacer. No necesito que estés aquí, envía la palabra, y se va a hacer, el milagro se va a dar.
Esa no fue la fe que tuvieron Marta y María, no fue la fe que tuvieron los discípulos cuando dijeron “Lázaro, tu amigo, se muere.” Lo primero que dijo Jesús fue: Esta enfermedad no es para muerte. Pero no confiaron en eso. Cuando Jesús llegó, el hombre estaba ya en la tumba. Pero no había muerto. Jesús dijo que no iba a morir, y no iba a morir. No importa que las cosas se pongan peor, si él lo dijo, no va a pasar, no va a suceder. Jesús le dijo: ¿No te he dicho que si crees, verás la gloria de Dios? Vas a ver lo que yo voy a hacer; esta enfermedad no acaba así.
La fe que impresiona a Dios es aquella que tiene una confianza de que, si Dios lo dijo, se va a hacer, se va a cumplir; si está en su palabra, así va a ser. Y esa fe no es tan humilde, sino medio arrogante porque tienes tal confianza que tú caminas seguro, tranquilo.
Dios te dice hoy: ¿Confías en mí? ¿Confías en que, lo que yo dije que voy a hacer, lo voy a hacer?
Si Dios lo dijo, Él lo va a hacer. Quizás las cosas se ponen peor en un momento, pero si Él lo dijo, Él lo va a hacer. Si Él lo prometió, Él lo va a hacer. Esa es la fe que tú tienes que tener, la fe que impresiona; que si Dios lo dijo, tú confíes que se va a hacer.
(Ps. Otoniel Font).
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