En ti confiaré: Antiguo Testamento
Hablar del Antiguo Testamento es poner de manifiesto la fidelidad del Dios que le dio origen a su pueblo y quien lo preservó a través de las peores circunstancias, mientras caminaba de manera íntima con aquellos que Él adoptó como familia. Dicha elección se dio a pesar de ser “el más insignificante de todos los pueblos”, simplemente porque “Jehová [los] amó, y quiso guardar el juramento que juró a [sus] padres” (Dt. 7:7-8). Esta última frase nos deja ver que Dios es fiel.
Dios creó el “teatro” donde eventualmente se desarrollaría el drama de la redención; luego creó a la primera pareja en su deseo de tener íntima comunión con nosotros, los portadores de su imagen. Nuestros progenitores y representantes iniciales se rebelaron contra Dios, no creyeron su palabra y desafiaron su autoridad. Dios, pudiendo exterminar la raza humana, decidió iniciar de nuevo para continuar con su deseo de mantener la comunión con nosotros, brindando un rayo de esperanza (Gn. 3:15).
Después de la caída de Adán y Eva, Dios eligió a un hombre que «[servía] a dioses extraños», cuyo nombre era Abraham (Jos. 24:2-3) y a quien prometió una tierra y una descendencia tan numerosa como las estrellas del cielo (Gn. 15:5). De aquí en adelante, podemos ver de forma clara cómo la narración del Antiguo Testamento no es más que la fidelidad de Dios cumpliendo su promesa. La promesa de Dios a Abraham no fue simplemente un ofrecimiento material para cumplirse de este lado de la eternidad. Más bien, su oferta estaba relacionada a su plan original cuando creó el mundo —“bueno en gran manera” (Gn. 1:31)— para que una pareja y sus descendientes habitaran en armonía con su Dios.
Dios prometió a este hombre, Abraham, que “en [su] simiente [serían] bendecidas todas las naciones de la tierra” (Gn. 22:18 LBLA), haciendo referencia al Mesías que habría de venir. Antes de ver el cumplimiento inicial de la promesa, la naciente nación de Israel sería esclavizada en Egipto durante 400 años (Gn. 15:13), “amenazando” la promesa de Dios. Pero Dios permanecería fiel a su pacto. En el devenir del tiempo, Él levantó a un libertador —Moisés— que, al mismo tiempo, apuntaba a alguien mayor que él que vendría a traer la liberación de pecado a todos nosotros, los herederos de la promesa.
Dios sacó a su pueblo al desierto en contra de la peor oposición que el faraón podía ofrecer. Allí les prometió convertirlos en una nación santa (Éx. 19: 6), para lo cual les dio su ley (Éx. 20). Esta ley representó en cierta medida la primera constitución de la nación hebrea. La ley de Dios no fue más que otra expresión de su fidelidad. De hecho, la palabra ley (torá), literalmente significa: “instrucción, enseñanza”. Dios quiso enseñar a su pueblo a caminar con Él, a caminar en santidad, no solo como una forma de honrarlo a Él, sino también como una manera de protegerlos de todas las consecuencias posibles como resultado de caminar fuera de los límites de su protección.
Dios quiso enseñar a su pueblo a caminar con Él, a caminar en santidad, no solo como una forma de honrarlo a Él, sino también como una manera de protegerlos de todas las consecuencias posibles como resultado de caminar fuera de los límites de su protección.
En el Pentateuco encontramos el diseño del tabernáculo donde Dios moraría en medio de su pueblo, otra expresión más del deseo de Dios de morar con aquellos que Él había elegido para que formaran parte de su familia. El jardín del Edén representó el primer lugar de adoración. Cuando este hermoso jardín fue echado a perder, Dios no desistió; más bien permaneció en búsqueda del hombre y continuó con sus planes de morar con su gente.
Jehová preservó a su pueblo por 40 años en el desierto: los alimentó día a día, les dio de beber donde no había agua, los libró de pestilencia, los protegió del calor abrasador del sol y les dio luz en la oscuridad. Es claro que lo que Dios inicia, lo termina. Lo que Dios promete, lo cumple, porque Él “no puede negarse a sí mismo” (2 Ti. 2:13). Por eso, el pueblo llegó a la “Tierra Prometida” al final de los 40 años, tal como fue anunciado. La tierra fue conquistada. Sin embargo, el pueblo pecó contra la fidelidad de Dios y terminaron siendo oprimidos otra vez por casi 400 años. Pero Dios, en su amor fiel a su pueblo, los libertó una y otra vez por medio de jueces y líderes fuertes. El pueblo persistió en su infidelidad, pero Dios continuó liberándolo, siendo fiel a su promesa. Después de siete ciclos de pecado, opresión y una liberación recurrente de parte de Dios, terminó ese largo de período de apostasía.
A pesar del amor de Dios demostrado por cientos de años, el pueblo hebreo rechazó a Dios como rey y pidió a un rey, Saúl, para ser como las demás naciones (1 S. 8). Dios le concedió su deseo a pesar de su desagrado con tal petición. Cuarenta años más tarde, Dios levantó un rey en el trono de Israel, David, quién reinaría por 40 años y a quien Dios prometió que “afirmaría para siempre el trono de su reino” (2 S. 7:13). A su muerte, su hijo Salomón, ascendió a la corona, pero apostató. El pueblo se alejó de Dios todavía más, pero, aún así, Dios estuvo dispuesto a habitar en el nuevo templo, como lo había hecho en el tabernáculo (2 Cr. 7). Posteriormente, Salomón muere y el reino se divide: 10 tribus se rebelan en contra del hijo de Salomón, Roboam, y forman el reino del norte: Israel. Dos tribus permanecen fieles y forman el reino del sur: Judá. Todos los reyes del reino del norte fueron infieles a Dios. De unos veinte reyes que ocuparon el trono del reino del sur, solo unos ocho caminaron con Dios. Aún así, Dios no abandonó a su pueblo.
Sin embargo, debido a su pecado, el pueblo fue exiliado. Durante cada uno de los reinados anteriores al exilio, el Señor envió profetas a la nación para dirigirlos, para fortalecerlos en su fe, para confrontarlos y hacerlos regresar al camino, de manera que pudieran ser perdonados por Dios nuevamente y recibir sus bendiciones. Esa ha sido siempre la promesa de Dios, cumplida por Él una y otra vez. Finalmente, el reino del norte fue llevado al exilio por el imperio de Asiria (722 a. C). El reino del sur, por su parte, cayó con la invasión de Jerusalén (586 a. C.) por parte de Nabucodonosor, rey de Babilonia. Setenta años después, tal como había sido profetizado, Dios se movió en el corazón de Ciro —el entonces rey de Babilonia—, para autorizar el regreso de su pueblo a Jerusalén y así ocurrió.
En medio de toda esa historia compleja y confusa en ocasiones, encontramos una literatura de sabiduría, que es otra evidencia de la fidelidad de Dios. Esto es así puesto que es muestra de que, a pesar de la apostasía recurrente del pueblo, su sabiduría permaneció con ellos. Hubo inspiración de parte de Dios con grandes revelaciones acerca de la vida y sus injusticias, pero vistas por encima del sol: Job (en el período patriarcal) y los libros de Salmos, Proverbios, Eclesiastés y el Cantar de los Cantares, compuestos durante el período del reino unido.
Cuatrocientos años de silencio pasaron entre el Antiguo y el Nuevo testamento y en «el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer y nacido bajo la ley” (Gá. 4:4). El Unigénito de Dios se hizo carne. Cumplió la ley a cabalidad, sufrió, murió por el perdón de nuestros pecados y al tercer día resucitó para garantizar el cumplimiento de nuestras promesas. Dios fue fiel a la promesa hecha a Abraham porque, en su simiente, Dios ha ido salvando gente de todo pueblo, tribu, lengua y nación para bendecirlas tal como fue dicho. Él es fiel, cumple y seguirá cumpliendo sus promesas.
Dios fue fiel a la promesa hecha a Abraham porque, en su simiente, Dios ha ido salvando gente de todo pueblo, tribu, lengua y nación para bendecirlas tal como fue dicho. Él es fiel, cumple y seguirá cumpliendo sus promesas.
(Ps. Miguel Núñez).
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